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Mostrando entradas de abril, 2013

El plumita Marcelo

Don Marcelo era un tipo oscuro. Tosco en las formas y lúgubre en los afectos. Más tímido que mujeriego, y profundamente sabio. De esos sabios que callan casi siempre, y usan tan sólo la palabra  para enriquecer con matices sus silencios.  Trabajó cuarenta años en un periódico local de la ciudad de Buenos Aires. No le vieron por la oficina en más de quince ocasiones, aunque sí se dejaba ver tomando café en el restorán de la 9 de julio. Cuando niño, su tío le regaló una pluma y le dejó en herencia una historia truncada. Con ellas, poco tiempo después, se alzó en el concurso de narrativa joven de la provincia. El plumita Marcelo tenía un don para contar, para decir, así que su mamá reunió algo de plata y le sacó la matrícula en la academia "Nuevas Artes". Allí no le enseñaron a escribir, sino que le invitaron a leer. Y creció leyendo libros y calles, rostros y aceras. Día tras día, la prensa mostraba las palabras con las que plumita Marcelo leía el mundo -hacié

Re-des-cubrirse

Aquella noche, cerca de Montevideo, tantos años y palabras discutidas se ausentaron. Entonces, en silencio, entre sábanas y sombras, se reconocieron. Fue al descubrir que, en realidad, nunca antes se habían visto. Aquella noche, cerca de Montevideo, mientras los ojos latían, sus corazones callaron. Sucedió que los besos habían tomado la palabra.

Los nadies

Las nadas son para los místicos. Yo aún no escucho el silencio. Aún no soy nadie. Todavía no soy yo. Por eso sueño. Por eso marcho, al ritmo de una pregunta que quiere no ser retórica. ¿De quién serán mañana los nadies de Galeano?

Despertar

Juanito Manosrápidas fue siempre precoz y gamberro. Cuando, cumplidos los 13, fue detenido por primera vez, ni siquiera su madre culpó del asunto a las malas compañías de su hijito. Ella, mujer prudente y rota, tuvo que reconocer desde el inicio que no había peor compañía en el barrio que la de ese pequeño truhán con quien compartía ojos, sangre, casa y apellido. Juanito aprendió rápido las más nobles artes del terreno de la inmoralidad: los insultos y los odios, el hurto y la huida, el sigilo y el robo con violencia. A los 17 era el líder del centro de menores. A los 24, tras varias idas y venidas, se instaló definitivamente en la habitación 104 de la prisión provincial. Cada noche, cuando el peso de las rejas y la soledad caían sobre sus hombros, él idolatraba la libertad. La deseaba lleno de fuego. La añoraba porque no la conocía, y es que no hay mayor nostalgia que esa nostalgia mágica que sentimos hacia lo no-vivido. Juan vivió de nostalgia, pero la